Yolanda y su tesoro

Con su cabellera blanca y las suaves arrugas que dibujaban su rostro, a Yolanda y sus casi noventa años aún les quedaba vida, y con ella un baúl repleto de recuerdos.

Siempre viviendo en Rayén, había tenido un único hijo que a sus treinta y cinco años partió a otro mundo en un accidente automovilístico, dejándole a su madre el alma herida pero su cuerpo intacto. Tres años después, cuando el dolor todavía agitaba su ser, falleció su compañero de vida, quien no soportó el dolor de la gran pérdida y su corazón dejó de latir una noche, entre sueños y lágrimas.

Desde aquel día, Yolanda tuvo que aprender a vivir sola a la fuerza, con un collage de ochenta y siete años y en la misma casa donde antes se escuchaban otras voces. Su vida transcurría lenta frente a la pantalla de un viejo televisor gris, alguna que otra visita de amigos, y la presencia semanal de Natalia, una de sus nietas, quien la visitaba para almorzar o tomar unos mates cuando su tiempo se lo permitía.

Natalia tenía pocos recuerdos de su padre y su memoria jugaba al ajedrez con las vagas imágenes que las fotos en blanco y negro le mostraban, ella niña y su padre un hombre guapo y joven. Su mejor manera de armar rompecabezas con su vida consistía en escuchar con amor a su abuela. Había viajado por trabajo durante unos años y ya tenía varias experiencias acumuladas, que bien hubieran sido alimento de diálogo y risas con su padre. También guardaba un divorcio y varias disputas con su corazón de mujer. Tal vez me falta papá…, pensaba luego de cada desilusión, con algo de pesar pero decidida a no rendirse jamás. Después de otro año en Italia, Rayén le volvía a ofrecer el entorno para reencuentros familiares que le permitían seguir juntando piezas, amalgamar su pasado y encontrar en el presente los hilos de la vida que su padre le había dejado.

Aquel sábado de septiembre, todavía cansada de su semana laboral, Natalia pasó a saludar a su abuela. Con sus ricos mates sorbían siempre buenos recuerdos e historias, porque la memoria de Yolanda descansaba intacta. No había detalle que le quedara en un tintero, aunque sus movimientos fueran lentos y su voz de a ratos se apagara.

La vereda desgastada, de baldosas rotas y antiguas, le espejaba a Natalia una tenue imagen de su padre sosteniéndola de la mano a sus cinco años, tocando el timbre de esa misma casa para comer las pastas de un domingo en familia. Sonrió mirando ese suelo y esperó los pasos lentos de su abuela que ya llegaban a la puerta.

—Abuela, ¡soy yo!

Yolanda movía la cortina desde el interior, en un rincón de la ventana para saber quién la visitaba antes de abrir la puerta de entrada. Aunque todo permaneciera en su lugar, cuando Natalia era niña aquella casa no estaba cercada de rejas y abrir la puerta en cualquier horario no provocaba temor. Con la inseguridad a flor de piel, Yolanda estaba advertida por sus nietas y viejos del barrio: «No le abras la puerta a nadie sin antes preguntar. Está todo muy peligroso». Y ella lo repetía a viva voz para excusar su mirada escondida detrás de una cortina.

—Ah, queridaaaa, ¡sos vos!

La puerta se abrió de par en par y Yolanda abrió sus brazos para abrazar a su nieta.

—Qué linda visita, mi nena… —dijo y la abrazó con fuerza—. ¿Tomamos mates, o te quedas a almorzar?

—¡Hola, abu! Tomemos unos mates. Luego almuerzo con un compañero de trabajo.

Yolanda frenó sus pasos en la puerta de la cocina y la miró de costado, disimulando una sonrisa.

—¿Compañero, nada más?

—Compañero, abu, de trabajo. Nada más que eso. —Natalia sonrió ampliamente disimulando el hartazgo de las adivinanzas de la gente cada vez que se mostraba con un hombre.

—¿Cómo andás, abuela? ¿Fuiste al médico ayer?

—Sí, tu tía Silvia me quiso acompañar, pero yo todavía puedo ir sola. Y el doctor me dice que estoy bien, Ahhh, ¡si vieras lo buen mozo que es ese hombre!

—Ah, mirá vos… ¿Como el abuelo?

—Bueno, no tanto.

Rieron las dos, ya saboreando los primeros mates. Natalia quería siempre conocer más de su padre y nunca se agotaban sus preguntas.

—Mmm… Por eso papá era tan lindo, ¿verdad?

—Eh, eh, que yo también era guapa en mis años mozos. A propósito, ¿sabes quién murió, Naty?

Natalia abrió los ojos como platos y se acomodó en la silla, atenta.

—No, ni idea. Contame.

—El Perico.

—¿Eh? ¿Qué Perico? —Natalia aguantó su carcajada. Su abuela solía hablarle de gente que ella nunca había visto, pero la escuchaba con cariño e interés.

—Ay Naty, si te he contado… el de la esquina, la esquina de casa. ¡Perico! —dijo, señalando hacia la esquina oeste con su mano.

—¿Un vecino?

—Claro, el que siempre estuvo enamorado de mí…

—¿Qué? —Natalia rió y volvió a acomodarse como en un cine, esperando una nueva función. Su abuela no dejaba de sorprenderla en cada visita—. Esperá, abuela, me parece que me perdí algún capítulo. No sé de quién hablas… ¿Quién es Perico?

—A ver… Resulta que cuando yo era joven, tendría unos quince, dieciséis años, vivíamos en la chacra con mi familia y en el terreno de al lado vivía Perico con su familia. Él estaba de novio con una chica muy buena, pero siempre venía a casa con una excusa. Y mis hermanas me decían: «¿No ves que viene por vos, Yolanda?». Nunca les presté atención. Pero este hombre encontraba siempre una excusa para estar cerca de mí.

Natalia ya sonreía imaginando las chacras, la época. ¿De qué año hablaba? Su abuela tenía ochenta y siete y eso le parecía una eternidad.

—¿Y vos, abuela? ¿A vos te gustaba Perico, o ya estabas con el abuelo?

—Nooo, tu abuelo llegó un poquito después, pero a mí sí me gustaba el Perico, mucho.

—¿Y nunca le dijiste nada?

—Pero… ¿Cómo se te ocurre, Naty? No éramos como las mujeres de ahora, había que esperar, y para mí eso eran tonteras de mis hermanas. Él estaba de novio, y yo sabía que siempre era un picaflor, cualquiera le venía bien. No era feliz con su chica.

—Ahá. Abuela, eso sigue estando de moda —y levantó las cejas dándole un sorbo a otro mate.

—Qué pena, nena. ¿Tenés que irte? Yo entreteniéndote con pavadas del siglo pasado, ja.

—No, abu. De acá no me muevo hasta que me cuentes todo. —Sostuvo el mate en señal de “salud” y le sonrió de costado, intimando a seguir la historia.

Levantándose con lentitud a calentar el agua, Yolanda volvió a perderse en sus recuerdos, nostálgica.

—Yo nunca le presté mucha atención al Perico, ¿viste? Pero una vez en una fiesta, estaba sentada con una de mis hermanas mayores en un rincón del salón, y él se acercó y me invitó a bailar.

—¿Y su noviecita?

—No estaba, no la llevaba a todos lados, ¿no te digo? —dijo, guiñándole un ojo a su nieta, y se sirvió otro mate—. Entonces, bailamos un rato, bien, y charlando de todo un poco, miró mis manos y yo no tenía ni un anillo. En esa época no era un placer de muchas. Le conté que me gustaba uno que vendían en esta joyería que aún está en la calle San Martín, ¿la ubicás?

—Claro, tiene más años que Tutankamón.

—Esa misma.

—Y te regaló el anillo.

—Te estás adelantando, esperá un poco, querida. Bueno, al poco tiempo, una prima me presenta a tu abuelo. Y ya desde el primer día estuvimos juntos toda la vida. Bueno, hasta que murió, claro. —Hizo una pausa intentando recordar algo más. El sol de la primavera alumbraba su cabeza blanca, y Natalia sintió su corazón latir con fuerza pero se mantuvo en silencio—. Luego nos mudamos a esta casa, en el año `55, y acá me ves… ¿Y podés creer que Perico se mudó con toda su familia acá en la esquina?

—Mmm, ya veo. Creo que sí puedo imaginarlo, abuela.

—Y bueno. Yo sabía que él se había casado con su novia, esa de siempre. Pero cuando nos casamos con tu abuelo, él le dijo a mi hermana mayor que tenía algo para mí. Se la encontró después en el barrio donde ella vivía y él le dio un paquetito. Ella me lo trajo medio a escondidas.

—¡El anillo!

—Te lo muestro, esperame, nena.

Con chispa en sus ojos se levantó decidida hacia su habitación, mientras Natalia retenía un par de lágrimas. La mujer volvió sonriendo como una niña y abrió sus manos, mostrándole a su nieta lo que para ella era un tesoro.

—Abuela, es precioso…  —dijo con un hilo de voz.

—¿Viste? No lo usé nunca, porque tu abuelo le tenía unos celos tremendos al Perico. Para mí que olía algo. Cuando nos encontrábamos con Perico aquí por el barrio, parábamos a charlar y cuando nos despedíamos tu abuelo me decía por lo bajo: «Fanfarrón ese Perico».

—Celoso el abuelo, ¿eh?

—Y sí. Yo siempre me pregunté por qué Perico nunca me dijo nada. Yo sabía que él me quería mucho, pero siguió con esa chica a la que no amaba, y tuvo hijos y nietos, como yo. Cuando murió tu padre, y luego tu abuelo, las dos veces vino a saludarme, me ofreció lo que necesitara y lo sentí apenado por mí. Pero yo nunca quise preguntarle nada, porque ya creía que era cosa del pasado.

—¿Y no fue así?

—No lo sé… Porque cuando enfermó hace dos meses, estaba yo barriendo la vereda y pasó caminando una de sus nietas, creo que es la menor. Muy amorosa como siempre, me saludó y me contó que su abuelo estaba ya en cama. Yo me quedé helada, aunque caí en la cuenta que hacía rato no lo veía. Y ella me dijo: «Yolanda, pase a ver a mi abuelo; a él le hará muy bien verla a usted, se lo aseguro».

—Pero entonces, ¿la familia sabía?

—No, Naty, no lo creo. No al menos porque él lo hubiera dicho, de la misma forma que yo seguí mi vida y me guardé el secreto que ahora te cuento. Muchas veces, me pregunto cómo hubiera sido mi vida con él… —Miró hacia la ventana, pensativa. Natalia tragó saliva, respiró profundo—. Y bueno, nunca pasé a saludarlo. Murió la semana pasada.

—Mmm, qué pena, abuela… ¿Y su mujer?

—Siempre estuvo adentro, nunca paseaban juntos, y él decía que con ella se aburría, que ella estaba a sus órdenes, porque el Perico era bravo, ¿eh? Pero no lo acompañaba en todo, eso me pareció siempre. No la quería tanto como para toda la vida, Naty.

Natalia soltó el mate y tomó las manos de su abuela. La miró con ternura, sosteniendo su propia emoción.

—Abu, ¿qué sentís hoy?

  Yolanda apretó las manos de su nieta, abrazando el latir de su corazón avejentado.

—Siento que tal vez hay que escuchar más al corazón cuando uno es joven. No me arrepiento de nada, ni de tu abuelo, ni de tu padre, porque todo fue hermoso. Pero cada vez que el Perico pasaba cerca, yo sentía algo especial, no sé cómo definírtelo. Y sé que él también sentía lo mismo cuando yo andaba cerca. Y ahora murió, y yo no fui capaz de visitarlo. Quizás por respeto a su mujer y a su familia. Pero su nieta me lo dijo. Todo raro, ¿no?

  Una lágrima se rebeló y resbaló por la mejilla de Natalia.

—Uy, te hice llorar, querida. —Yolanda sonrió con tristeza.

—No, abuela, no estoy llorando. Se me metió un recuerdo en el ojo, nada más…

  Aún con las manos unidas, volaron segundos de silencio.

—Abuela, gracias por contarme esto de Perico. Me hubiera encantado conocerlo.

—Qué pena que no tengo una foto suya. No es que fuera más guapo que tu abuelo, no. Era distinto, más profundo, no sé…

—Ya… te entiendo. Ni hace falta que me cuentes más. Es una historia preciosa, lamento que haya partido, abu.

—¿Sabes qué, Naty? Siento como un agujerito en el alma. Como si hubiera partido alguien muy, muy querido.

—Porque lo era, abuela. Tal vez él fue tu alma gemela, como decimos hoy en día.

Yolanda sonrió con sus ojos humedos. Se levantó a buscar un pequeño pañuelo que tenía encima del microondas para limpiarse los ojos. Natalia se acercó y la envolvió en un abrazo cálido y reparador. Sintió que abrazaba a su padre y toda su historia de vida.

—Me voy, abuela. Paso luego, ¿te parece?

—Sí, mi vida. Cuando quieras, acá estaré haciendo nada, con mis recuerdos…

 Natalia salió decidida hacia la puerta. Se dieron un beso con fuerza y ella volvió a pisar las baldosas rotas de la vieja vereda, mientras su abuela la saludaba con su mano pequeña, sabia.

Natalia llegó a la esquina donde había vivido este tal Perico y, levantando la vista hacia una de las ventanas en un primer piso, rompió en llanto. Sus lágrimas cargaban pasado y presente. Debía volver a su casa para juntarse con Omar y terminar un informe para el lunes siguiente.

Suspirando, llegó a la esquina y dio vuelta a la manzana en dirección opuesta a su destino. Las palabras de su abuela, a quien tanto amaba, no sólo le habían revelado un tesoro que ella había guardado durante más de medio siglo y que en su soledad volvía a descubrirse, sino también lo que Natalia no quería aceptar en su joven corazón. Con otros pasos en mente, el informe laboral podía esperar un rato más. Lo que yo siento… esto que siento, no puede esperar ni un rato más, pensó decidida.

Caminó cinco cuadras hacia el norte, respirando profundo, dejando que las lágrimas limpiasen el recorrido. Dobló a la izquierda, y a 40 metros se detuvo frente a una casa de piedra blanca y un jardín sin flores, que ella conocía por demás. Se limpió la cara y tocó el timbre.

—¿Quién es? —Una voz de mujer preguntó del otro lado.

Volvió a respirar y sintió que su corazón languidecía. Estuvo a punto de creer, como su abuela, que no valía la pena. Lanzó una sonrisa triste al cielo y giró lentamente para dar la vuelta y volver por el mismo camino que la había empujado hacia allí. Pero oyó la puerta abrirse a medias, y Natalia acercó su mirada, reconociendo enseguida a aquella chica pálida, de cabello lacio y sonrisas vacías. Se acercó a ella y se enfrentó por fin con su miedo.

—Soy Natalia. ¿Está Gustavo?

Se miraron en silencio, y Natalia quedó inmóvil, esperando al destino. La mujer miró hacia abajo y sus ojos se desviaron hacia el interior de la casa, temiendo su respuesta indecisa.

Aquella chica de sonrisas vacías era la novia de Rubén, la mujer a quien él no amaba. Y ambas lo sabían.

-Poli Impelli-


GRACIAS a Marta Murúa y a Bianca Cecchini por sus constructivas opiniones.

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14 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Lore dice:

    Todos tendremos un Perico? Un Gustavo?… Espero q no me pasen los años como a Yolanda.. y q me anime como Natalia…

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    1. Poli Impelli dice:

      Yo te deseo lo mismo, que jamás se te pase de largo. ;-).
      Gracias, Lore, por leer y dejar tu comentario.
      Abrazo infinito.

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  2. Las normas del decoro impedían muchas cosas y las personas enterraban sentimientos muy profundos, algunos con los años mejoramos, otros no tanto.
    Me encantó como describiste las conversaciones con la abu.
    Abrazo Poli.

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    1. Poli Impelli dice:

      Así es, Paula. Enterraban hasta lo bueno, lo que les hubiera cambiado la existencia. Creo que sigue existiendo, en menor medida, pero lo que no se desaprende puede ser fatal. ;-).
      Gracias por tu comentario, y por leer, por supuesto.
      Abrazo infinito hasta Uruguay ❤

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      1. No hay de qué 😁
        Besote

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  3. Álvaro dice:

    Qué entrada más hermosa. Llego algo tarde a ella, pero me ha encantado leerla. Besos.

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    1. Poli Impelli dice:

      Nunca es tarde para leer 😉
      Graciasss, besos de vuelta!

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  4. Vero dice:

    Qué linda historia!!!!! Hermoso leerte. Y parece que lo vas viviendo mientras pasas por el relato

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    1. Poli Impelli dice:

      ¡Gracias, Vero!
      Me alegra que te haya gustado.
      Te quiero. Abrazo Infinito para siempre.

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  5. Kari dice:

    me encantoooo… me llego claramente al corazón 🙂

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  6. Rosario dice:

    Ahhhhh….. Que placer que alguien pueda dominar las palabras de esta manera, para expresar tan clara y sencillamente mis sentimientos amorfos y confusos.
    Te quiero mi gurú

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    1. Poli Impelli dice:

      Ahhhh jajaja. Menos mal que esos sentimientos son humanos, y por lo tanto se pueden compartir :-). GRACIAS leona de la Vida. Te quiero

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