El peor viaje de tu vida

Aeropuerto de Barcelona – El Prat. Noviembre 2009.

Último llamado: pasajeros del vuelo 1641 de Aerolíneas Argentinas con destino a Buenos Aires, por favor acercarse a la puerta de embarque número 8. Gracias.

El aeropuerto del Prat explotaba de gente, como cada vez que me ha tocado pisar su suelo (muchas).

Es tan gratificante viajar de vacaciones con la familia, en pareja, con amigos o en soledad. Sea el motivo para descubrir otros mundos o simplemente para descansar. Maletas, mochilas, bolsos y todo lo necesario para disfrutar del tiempo y lugar elegidos.

Sin embargo, algo muy diferente muchos conocemos estas diferencias— es viajar para mudarte de ciudad o país. Significa rearmar muchas piezas de un puzzle desconocido, o que aún está incompleto. Y lleva mucho tiempo de adaptación a todo (idioma si es diferente, ritmo y horarios, costumbres distintas, etc.). Hay que flexibilizar, de ser posible, el cerebro entero, el corazón y las emociones.

Con el tiempo, tan sabio él, los miedos anteriores sólo causan gracia y placer porque quedan atrás, y uno logra sentirse cómodo con todo lo que era nuevo en su momento. Absolutamente cierto que nunca se olvidan las raíces y lo propio, pero como ya he mencionado en relatos anteriores, mezclamos esas fichas del rompecabezas para dejar lo nuestro y abrirnos a lo que el lugar y la gente nos quieran ofrecer.

Como todo en esta vida, lo que no se acepta provoca sufrimiento, silencioso y latente. No todo es “color de rosas rococó rosadas” (y no me gusta ese color, particularmente); habrá mucho que fastidie, que no calce con nuestros paradigmas, que nos parezca una tremenda ridiculez.

Pero lo que muchos no mencionan es esto que sucede cuando ya te abriste, ya lloraste como Topacio, hiciste nuevos amigos, cambiaste comidas, vestimenta, idiomas o dialectos, formas para hacerte entender y estás a gusto, por fin, con el policía, el maestro, la atención en materia de salud, el transporte, los lugares de trabajo, el esparcimiento. Empollaste. Y te quedaste. Y como el desarraigo es igual para todos, como que todos tenemos corazón, orejas o necesitamos un baño para desechar lo que el cuerpo no necesita, igual preferís adormecerlo. Todo está bien, mientras no veamos tan de cerca lo que quedó atrás.

Pasaron casi tres años cuando decidí volver a mirar atrás. Ya había empollado y me sentía feliz. Muy feliz y más que agradecida. Lo que me esperaba era inimaginable, más de lo que yo estaba dispuesta a soportar, y prometo que en algún momento futuro intentaré contarlo.

Ahora, seis años después de ese primer vuelo y aunque apenas recuerdo otras vivencias de la época, todavía mantengo intactas las imágenes que me impactaron. El regreso. Las vacaciones. Los reencuentros. Todo parece contradictorio porque se vuelve a lo propio: idioma, costumbres, horarios, vestimenta, ¡la gente! Y la mayoría te dice: «¿Pero cómo puede ser? ¡Estás en tu casa, en tu país!».  Ahá. Puede llegar a ser peor, pero no me voy explayar mucho más, solo para contarte que puede ser peor (¿Ya lo dije?), desde el transporte que te lleva a casa.

Y la voz del parlante insistía. En catalán, en español y en inglés:

Último llamado. Pasajeros del vuelo…

No tenía ni idea cuánto tiempo estaría de vacaciones, porque venía de trabajar en un crucero, y anteriormente en un local frente al mar (feo…). Y antes en un puesto de artesanos en unos acantilados sobre un castillo medieval. El paisaje en mi horario laboral consistía en el Mar Mediterráneo, playas blancas y gaviotas a mi izquierda; gente de todos los tamaños y colores paseando distendida a mi derecha (insisto: feo, feo). Y antes, había renunciado a una gran empresa francesa donde pasé casi dos años riendo como cuando miro El Chavo del 8, aprendiendo para toda la vida y conviviendo con gente inolvidable. Y antes… Y antes… Está claro que así de feo todo, y después de los primeros remezones, estaba muy feliz.

¿Quién me mandó a subir a un avión?

Ah, es que dicen que el corazón tira, que se empecina en ganar siempre y que vale más morir en un intento que mirar hacia atrás y no haber intentado nada (como subir a ese avión, por ejemplo).

Y ahí estaba, la ingenua, recibiendo llamados y mensajes repletos de amor infinito, de esos que te hacen tomar un avión (¿?). Bueno… todos nos equivocamos ¡Eh! ¡Eh! ¡Eh!

Te extraño tanto… No veo la hora de abrazarte…  Te estoy esperando… Sos lo más importante en mi vida… Viajo con vos, acá estoy siempre… Comienza otra etapa en tu vida, y yo estaré con vos… Te llamo antes que salga tu vuelo, y cuando llegues avisame, por favor, así hablamos ya más cerca. Se me hace eterno… Qué hermoso momento, estoy tan feliz… Ya estaremos juntos, cerca, y podremos compartir de otra forma… Te quiero infinitamente, como a nadie y con todo mi ser.

¡Pero che! Cualquiera se equivoca, ¿no? Mil veces. (Y no soy excepción a la regla. Debo haber escuchado y leído con interferencias).

Empujé mis dos maletas de 26kg —cada una— como pude. De mi brazo derecho colgaba una laptop antigua, creo que pesaba lo mismo que mi pierna derecha (mucho). En mi espalda, una mochila que pesaba lo mismo que mi pierna izquierda (mucho), y como no era poco, tenía otro sobre incómodo con los dos pasaportes, documentos, etc. Menos mal que con el tiempo, uno no aprende a empacar con cordura.

Con todo esto encima había llegado a Barcelona después de tres horas en un tren, dos viajes en combinaciones de metros y caminando el trayecto hacia el interior del aeropuerto. Luego cargué el equipaje en otro bus que me llevó hacia la nueva terminal. Cuando el parlante nos llamaba al avión, yo llevaba cinco horas acarreando a los muertos. Me temblaba el cuerpo, se me caían las lágrimas por el dolor en los brazos y la espalda (claro, aún no sabía que cuatro años después pasaría por tropiezos peores en la India, y aún no imagino lo que me resta). Quizás lloraba porque dejaba un lugar que tanto amaba y al mismo tiempo mi familia, los viejos amigos (y esos mensajes) me esperaban. Todo merece mi autocompasión: era mi primera vuelta, la inocencia a flor de piel.

Me desplomé en el pre-embarque, desajustando un poco el rompecabezas. Por fin, el avión. ¡A descansar trece horas!

Con el paso del tiempo confirmo que mi ingenuidad no tiene límites. ¿O será ignorancia?

—Bienvenida a bordo. Por el pasillo izquierdo al centro—, me dijo una azafata sonriente con acento argentino. Caí en otra realidad: si el avión Airbus cargaba alrededor de 280 pasajeros, 270 eran argentinos. Comenzaba la odisea del espacio 2009.

Recibí dos llamadas a mi teléfono español. La primera era Mariana, con quien mantuve una conversación  digna de Almodóvar. Obviamente la he usado para un personaje de mi novela. La segunda llamada y desde lejos, el don de los mensajes. Mientras hablaba con ellos, ya en mi asiento y exhausta, observaba el tumulto y desorden de la gente para acomodar sus bolsos y sentarse en sus lugares.

Luego de las instrucciones que ya conocemos, el avión carreteando, comienza el tiempo de despegue. A mi lado, una chica joven sostenía un gran pañuelo sobre su cara. Estornudaba fuertemente, tosía al punto de ahogo y sus ojos se humedecían por su estado de congestión gripal.

―No te me acerques mucho, estoy fatal.

Trece horas… pensé yo. El avión a tope, no había ni un lugar vacío.

―¿Adónde vas?

―A Tucumán, pero me quedo dos noches en Buenos Aires, por suerte. ¿Vos?  ―me preguntó entre dos estornudos.

―Soy de Neuquén pero voy a Mendoza, y me quedo una noche en Buenos Aires. ¿De dónde venís?

―De Tenerife. ¿Vos?

―De Peñíscola, en la Comunidad Valenciana.

―Ah, no lo conozco. Pero…

El avión crujió. Comenzó a tambalearse antes de tomar vuelo. Se encendieron todas las luces que teníamos frente a nuestras narices.

Señores pasajeros, mi nombre es (Juan Manuel Frank) y soy el comandante a bordo. En nombre de nuestra tripulación le damos la bienvenida a Aerolíneas Argentinas. Bla, bla, bla…Por lo tanto esperaremos para retomar nuestro ritmo de despegue. Bienvenidos a bordo y muchas gracias por volar con nosotros. Esperamos disfruten de este viaje.

Carreteamos sin despegue. Alarido general. Y comencé a escuchar palabras que hacía tiempo mis oídos habían olvidado. Irreproducibles. Las azafatas seguían en sus asientos, sonriendo cual muñecas Barbies.

Si ellas sonríen, todo está bien, pensamos muchos. (Nota mental de mi yo presente: nunca imaginé que muchos años después en Londres, me tocaría ese rol donde la sonrisa impecable significa nada: el cliente/pasajero no debe entrar en pánico. Punto final).

El avión despegó con éxito veinticinco minutos después. Mi compañera iba empeorando conforme el avión avanzaba en su trayecto. Una vez alcanzamos la altura crucero, las azafatas comenzaron a servir la cena. Los pasajeros se quitaron sus cinturones de seguridad y la mayoría de ellos abandonaron sus asientos. Caminaban, charlaban a los gritos, hacían fila para ir a los baños. A mi derecha, adelante y detrás parecía que habían inaugurado una guardería o jardín maternal sin directoras ni maestras competentes. Los niños saltaban en sus asientos, correteaban, gritaban, pedían, reían y discutían. Los bebés decidieron llorar (¿Qué otra forma de reclamo tienen?) desde el despegue hasta el aterrizaje en Buenos Aires. Las azafatas pedían por favor ubicarse en sus asientos, y yo con los ojos en compota no comprendía qué estaba sucediendo. Al escuchar los diálogos aledaños, mi compañera y yo entendimos que la mayoría de las mamás presentes regresaban a Argentina a presentarle nietos a sus padres, y no todos los maridos habían podido acompañarlas.

La fiebre de mi compañera aumentaba. Me levanté a ayudar a una mamá que viajaba con sus tres hijos. Le sostenía el bebé mientras ella alimentaba a los otros dos, cuando el avión bamboleó en un gran pozo de aire y cayó unos metros bruscamente. Dos de las tres azafatas cayeron hacia los costados y varias botellas en sus carros se desparramaron por los pasillos. La señora me miró aterrada y gritaron todos. Yo caí sobre el respaldo de un hombre que por lo visto había deglutido un Clonazepam de 1500mg, ya que sólo abrió un ojo para confirmar que estaba vivo (¡vaya sabiduría!).  El bebé lloraba en mis brazos, pero pude cubrirlo del golpe. ¿Yo? Ya venía tan dolorida que cualquier otro golpe mi cuerpo no lo registraba.

El piloto, muy atinado, nos avisó a tiempo que pasaríamos por varios minutos de turbulencia con condiciones climáticas complicadas, y pedía colaboración por parte de todos. Creo que le faltó concluir: O callan a los niños, se sientan todos y quedan mudos en su lugar o los bajo ya mismo a 30.000 pies de altura.

Volví a mi asiento para ver cómo seguía Carolina, mi compañera tucumana. Estaba pálida y tosía mucho. Mientras, las azafatas lograron servir la cena, limpiando pasillos y cuando el vuelo les permitió cierta estabilidad.

Aclaro que no sufro de miedo, menos a los aviones, despegues, aterrizajes o a cualquier medio de transporte. Los respeto, pero no me provocan más que emoción positiva. Sin embargo, debido a mi cansancio y a lo que percibía desde que subí a ese vuelo decidí mantenerme atenta. Algo raro estaba pasando. No puede ser que todo sea tan caótico, me susurraba mi cerebro.

—Caro, ¿por qué no intentas dormir? Seguro los niños se calman, el avión se estabiliza y nos ponen una buena película. —Le sonreí con esperanza, creo que para convencerme de que una mínima posibilidad de tranquilidad era factible. Terminé de decir esto y escuchamos la voz del comisario a bordo anunciándonos que había un problema en el sistema de no sé qué, debido al no sé cuánto, motivo por el cual nos pedían disculpas por no poder disfrutar del cine a bordo. Con Carolina nos miramos. Yo reí con incredulidad, ella lanzó un gran estornudo y luego me susurró:

—Desde que salimos estoy pensando si esto puede ser una broma para Tinelli…

Ella hablaba en serio, y yo largué una carcajada aunque confieso que también lo pensé. Sabía que ese programa de TV seguía al aire en Argentina, en el cual la gran broma eran las cámaras ocultas en medios de transporte. Se titulaban El peor viaje de tu vida (la víctima cree estar viviendo un día normal como cualquier otro, en este caso un viaje, sin imaginarse que en realidad va a padecer el peor viaje de su vida, con la complicidad de su familia o amigos), en el programa El Show de Videomatch,  y el conductor era Marcelo Tinelli. 

A medianoche en el cielo, los niños seguían gritando y los adultos se agolpaba en los baños (intuyo que no te interesa saber el estado interior de los sanitarios). Muy cansada, mientras Carolina se ahogaba de calor, hastío y mocos, me levanté hacia la azafata para pedirle si podía hacer algo porque queríamos descansar. Me pidió disculpas, contándome que nunca había vivido tantos percances en un vuelo. Me ofreció su asiento para relajarme un rato, lejos de la gente. Lo intenté. Espalda bien derecha, asiento rígido, cinturón inmenso que cruza por delante y cuerpo bien pegado al respaldo. Me sentí como en Alcatraz (¡qué sabré yo lo que sintió alguien en Alcatraz!), y un rato antes de mi fusilamiento. De lejos observaba el caos.

No es posible…

A los diez minutos le agradecí a la azafata y volví a mi asiento. El avión parecía haber consumido sustancias prohibidas: no se estabilizó más de veinte minutos seguidos. Para pasar el tiempo y olvidar las horas opté por recordar mis tres años anteriores e imaginar con emoción todo lo bueno que me esperaba, comenzando por mis seres más queridos, a quienes no veía hacía tiempo. Algún que otro grito o puteada me traían de regreso al vuelo 1641 de Aerolíneas Argentinas.

Me mantuve en silencio para que Carolina descansara, pero en cuanto entró luz por las pequeñas ventanas, abrió los ojos y vomitó sobre su pañuelo salpicando mi brazo izquierdo con su cena anterior. Aparecieron las azafatas ofreciendo un desayuno. Esperé durante media hora un baño libre para poder limpiar mi camiseta, y en cuanto volví al asiento, Carolina había recuperado su color y me pedía perdón en quince idiomas diferentes.

—¿Pero vos crees que después de todas estas horas puede haber algo peor? Por favor, Caro, lo importante es que recién ahora tenés color en tu cara.

Sonrió y me dijo débilmente: —Sigo pensando que esto es una broma para alguno de nosotros.

Reí otra vez ante su ocurrencia. Instantes después se encendieron las pantallas donde, en un vuelo normal, los pasajeros pueden ver películas. Nos sirvieron un té reparador entre turbulencias. Algunos compartimentos se abrían y dejaban caer ropa o bolsos, lo cual daba pie a que sus dueños se levantaran para acomodar todo nuevamente. El pequeño avioncito en la pantalla indicaba que ya estábamos sobrevolando São Paulo.

—¡Ay mirá, queda poco! —dije señalándole a Carolina la pantalla—. Ya estamos arriba de Brasil. ¿Ves? Ahora sí, con una película se nos pasará el tiempo volando. —Caro me sonrió con pocas ganas y entrecruzó su brazo con el mío. Parecíamos dos amigas cómplices que van al cine por primera vez, dispuestas a disfrutar de la función.

Las imágenes que brillaban desde la enorme pantalla eran de Argentina: montañas de la cordillera, ríos caudalosos, arroyos transparentes, glaciares, caminos sinuosos, bosques coloridos, atardeceres y amaneceres salidos de un cuento perfecto.

—Ah, no es una película —susurró ella.

—Parece que no… Qué belleza de país tenemos, ¿no?

—Uf, ya lo extrañaba demasiado.

—Yo maso, pero qué buenas imágenes… me traen gratos recuerdos, me encantan.

Sonreímos agradecidas, por fin. De repente, la música de fondo que acompañaba la naturaleza de nuestro país bajó de volumen, y apareció la cara de un hombre que ocupaba el tamaño entero de la pantalla. Pero el audio era tan malo como el vuelo y no alcanzábamos a escuchar su voz con claridad.

Le apreté el brazo a Carolina y me miró de golpe para encontrarse con mi cara de shock y espanto.

—No, esto es el colmo —dije sin aliento, aguantando risa pero ya algo preocupada. 

—¿Qué pasa? —Se sonó la nariz largo rato.

—Esperame un momento…

Me levanté decidida y busqué a otra azafata. Con un pequeño preámbulo, respeto y disculpas le pregunté si este vuelo era para algún programa de televisión en Argentina, si consistía en una broma, y que yo no diría nada pero que no podía creer todo lo que mis sentidos habían captado desde que habíamos salido de Barcelona. La mujer se ruborizó de pies a cabeza, pidió disculpas, me juró que no existía tal broma y me explicó que al llegar tendríamos a disposición y por escrito un sector de quejas y reclamos. Me aclaró que todo el personal a bordo estaba al tanto de lo que la gente les iba reclamando.

Agradecí y volví a mi asiento. Carolina me miró queriendo respuestas.

—¿Qué pasa, Poli? ¿Adónde fuiste?

—No es broma. Pregunté, por las dudas. —Por primera vez en el viaje Caro largó una gran carcajada.

 La cara de ese hombre seguía en pantalla grande. Parecía un Muppet, porque no nos llegaba su voz.

—Ese que ves ahí en la pantalla es mi ex, boluda. Es uno de mis ex.

—¿Me estás jodiendo? —Y pegó un salto. Se convenció a sí misma de que el viaje era una broma de mal gusto.

—Vení acá. —La empujé hacia abajo y reímos. 

Sentir el carreteo sobre la pista fue casi como el despegue, perceptiblemente caótico. Pero llegamos. Habíamos olvidado nuestra grata costumbre de aplaudir cuando aterriza un avión, sólo que esta vez, nos levantamos y aplaudimos como en el final de una gran obra de teatro o del recital de nuestro artista favorito. Sin embargo, a nadie se le ocurrió pedir un bis (“O-tra. O-tra”). Qué raro…

Nos despedimos con Caro luego de recoger nuestros equipajes. Deseándonos descanso, buenas estadías y gratas vacaciones, merecíamos un buen abrazo argentino. La vi alejarse con sus estornudos y nunca más la volví a ver, no supe más de ella hasta el día de la fecha. Espero esté recuperada y sonriendo. En Tucumán, en Tenerife o donde sea que se encuentre.

En Buenos Aires llovía torrencialmente, y antes de tomar un taxi a lo de mi amiga tuve que cargar mi equipaje nuevamente a la salida. Bajo la lluvia, por la inestabilidad de mi cuerpo y la falta de descanso, se me resbaló la laptop y en su funda cayó a la orilla del cordón, navegando por el agua de la canaleta unos metros. Tuve que soltar el resto de maletas, dejarlas al cuidado de nadie y correr tras el objeto navegante. Empapada y sin fuerzas aparecí en lo de mi amiga hora y media más tarde.

Llegaron las primeras risas de un reencuentro en la noche de Buenos Aires… luces y mates. Descanso, por fin. Y desayunando juntas al día siguiente le conté mi peor viaje en avión hasta el día de hoy. Claro que ya podía contarlo con risas y así llegamos al mediodía, riendo todavía, a mi próximo vuelo de cabotaje.

El viaje de hora y media a Mendoza fue perfecto desde que despaché el equipaje hasta el aterrizaje. En el aire, mirando por la ventanilla el Río de la Plata, el color verde que ilumina Córdoba y luego la Cordillera de los Andes pude ya respirar y sonreír tranquila, agradecida. El avión se mantuvo quietito. El único niño visible hablaba en voz baja con su madre, y el resto de los pasajeros permanecieron en sus asientos hasta que el comandante nos dio la despedida. Volvimos a aplaudir, a decibeles normales, y las azafatas me parecieron modelos de pasarela, manteniendo sus lugares y su gracia para con todos.

Como me susurro a mí misma cada tanto, la vida se encarga de sorprendernos. Siempre puede haber algo peor, aun cuando estés a 10.000km de altura.

Pero puede ocurrir algo mucho mejor, también a 10.000 km de altura.

¿El resto? ¿Mi familia? ¿Los amigos? ¿El sujeto de los mensajes? ¿Argentina después de tres años?

Ah, eso lo dejo para más adelante…

Señores pasajeros: les pido, por favor, permanecer en sus asientos. Aunque haya turbulencias, a veces los gritos agobien y por momentos parezca que todo se viene abajo, mantengan la calma.

Es posible que también disfruten de un aterrizaje con aplausos.

Gracias por acompañarme en este vuelo.

 Poli Impelli

Nota (1): En el año 2014, el programa Showmatch lanzó su edición con “El peor vuelo de tu vida”. Como tampoco estaba viviendo en Argentina, recién ahora encuentro algo similar a lo que me pareció aquel vuelo del 2009. Salvando las ya mencionadas diferencias, menos mal que hoy veo esta broma con los pies firmes en la tierra:  El peor vuelo de tu vida

Nota (2): Nada en este escrito pertenece a mi imaginación. Sin embargo, he disfrutado de vuelos placenteros en muchas compañías aéreas. También en Aerolíneas Argentinas; todo hay que decirlo.

Nota (3):  Vuelvo a confirmar cuánto  la vida nos puede llegar a sorprender. Este viaje quedó en la historia comparado con los vuelos para expatriados que me tocó vivir en plena pandemia mundial, año 2020. Once años después de este vuelo que parecía una broma, vuelvo a insistir: ajústense los cinturones y mantengan la calma. Es posible que disfrutemos de un aterrizaje con aplausos. 

Etiqueta Safe Creative

3 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Poli, me encanta esa prosa cercana salpicada de ironía cotidiana. Un abrazo

    Le gusta a 1 persona

    1. Poli Impelli dice:

      Gracias Juan Francisco. Un honor que le guste a un profesional de la pluma como tú.
      Va un abrazo infinito y creativo que cruce este gran océano 🙂

      Le gusta a 1 persona

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.