UN ANTES Y UN DESPUÉS

Como tantas otras veces, acostumbro a hablar en pie sobre mis zapatos, en mis huellas y en mi sentir.

La mayoría de estas veces, soy yo quien se despide.  Pero me tomo el atrevimiento (no sin cierto pudor y a la vez caradurez) de manejar a duras penas una pluma y un teclado, y así fue que a la distancia, en una revista española seis años atrás, pude plasmar el sentir de quienes nos vamos, la sinrazón del alma y lo que algunos llamamos «Un antes y un después»

Claro que la vida, tirana pero sincera, te tira el boomerang de regreso. Por fortuna del destino (o capricho meditado), fui acumulando generosidad al compartir mi vida, virtual y presencialmente, con grandes escritores que acompañan en el atrevimiento, a veces en silencio, otras a gritos a través de sus plumas y teclados.  Y no quiero ser la única que en este espacio tenga algo para decir, ¡faltaría más!  

Por este motivo, deseo compartir lo que sienten quienes se quedan, quienes levantan un pañuelo blanco, quienes apretujan el corazón repleto de amor forzando una sonrisa de despedida, porque ellos también tienen algo que decir. 

Uno de ellos, que pertenece a ese círculo de mi fortuna o capricho meditado, me contó lo que se siente en la antesala, en el Antes, y con el corazón abierto nos calzamos los zapatos del otro para amalgamar experiencias.

A mi escritor fantasma, Cristian Lagiglia. Va otro boomerang de la vida.


UN ANTES Y UN DESPUÉS

Vaya si es correcta la expresión de que, algunas veces, hay cosas que marcan un “antes y un después”.

Acabo de leer algo que me dejó un nudo en las tripas y ese algo lo escribió una MINA (así, con mayúsculas y negrita) que se fue a vivir a otro país, dejando este pero teniendo la precaución de haberse olvidado un poco de su espíritu pululando en cada esquina de mi ciudad.

Automáticamente, me acomodé en la silla del Antes, en la platea semivacía donde nos sentamos los que nos quedamos, en la incómoda y dolorosa fotografía del que levanta la mano para despedir con la insana sensación de pensar que nos están mirando por esos pequeños agujeritos que se parecen a ventanillas.

Muchas veces, en poco tiempo, me tocó ir hasta la terminal o hasta el aeropuerto a observar cómo se iba mi vida en un bondi o en un avión, a vivir a otra provincia u otro país.

Digo «mi vida», porque las personas que yo iba a despedir se estaban llevando un trozo para nada pequeño de lo que me hace latir.

Y así quedé…respirando artificialmente y boqueando como un pez al que se olvidaron fuera del agua.

Seguí viviendo, más vale (en algunas cosas siempre he sido muy testarudo), pero cada vez que levantaba la mano y me aguantaba las lágrimas sabía que me estaba muriendo de a poco.

Nunca hasta hoy, hasta que leí lo que leí, me había puesto a pensar en lo que sentía el que se estaba yendo, el que me estaba dejando.

Dicen que uno no puede sentir por otro; que puede comprender, puede ponerse en la situación, puede acompañar en el sentimiento, pero ni de casualidad puede sentir lo que está padeciendo o disfrutando la otra persona.

Claro, llegué a destilar rencor porque nadie entendía mi tristeza, nadie podía sentir la soledad que me dejaron tatuada en el alma cuando me los imaginaba acodados en otros bares, caminando otras calles, disfrutando otras lunas.

Nunca pensé, hasta hoy, que las despedidas son esos dolores dulces, como los llama el Indio Solari, y llegué a sentir que el que se quedó empantanado en los recuerdos era solamente yo.

Fui egoísta, fui artero en los pensamientos, hice agua por los cuatro costados y no me tembló la voz para mandarlos a la mierda, en un silencio desesperado, por haberme dejado mendigándole abrazos a la nada, por haberme acercado a la orilla de la locura de hablarles cuando yo sabía perfectamente que no estaban ahí para escucharme.

Nunca me imaginé que cuando se fueron a desandar sus vidas lejos de la mía, en ningún momento se habían olvidado del mate y de la charla, del dulce de leche y del asado, de la esquina de La Olga y de este paria que tanto los necesita.

Sí, Poli, la sangre tira. Y es esa sangre la que hizo que los siga viendo en cada rincón de mi ciudad, en cada hoja que se cae en otoño como se caen los días del almanaque, en cada abrazo que se prestan dos extraños, para mí, frente a mis narices.

Se me fueron Ale, Martu y Facu; se piraron El Negro Marcelo y La Flaca Ale; se me perdieron de vista Grillo y El Mayi. Nunca más vi al Cabezón y al Turco; ya no están parados en una esquina de Dorrego ni El Pajungo ni El Sapo Martín; se me escondieron Paola, Berni y La Negra detrás de cada cara que cruzo en la peatonal.

Cada baldosa de esta puta ciudad los extraña y a su vez, cuando yo paso por ellas, algo me cuentan de ellos.

Y ahora que estoy parado en el Después y dejé que una MUJER (así, con mayúsculas y negrita) me hiciera ver el vaso medio lleno, entiendo, en tinta y sangre, que ninguno de ellos dejó el barrio…porque el barrio de ellos tiene el código postal de mi corazón.

Más les vale que estén sonriendo. Es lo mínimo que merezco.

         A Poli Impelli. Mi triciclo y yo te estamos esperando…

-CRISTIAN LAGIGLIA- 2009  (https://www.facebook.com/cristian.lagiglia)

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