Unos mates con Cortázar

Si de grandes se trata…

Alfredo Barnechea García (1952) es un escritor, periodista y político peruano. Como periodista, en el Perú se ha desempeñado como columnista en el semanario Caretas y ha sido publicado en más de cuarenta periódicos de América Latina y en El País de España. En la década de 1980, destacó como conductor del programa televisivo “Contacto Directo” de América Televisión, en el que entrevistó a destacadas figuras del mundo literario y la política.

        Leyendo uno de sus libros (Peregrinos de la lengua. Confesiones de los grandes autores latinoamericanos), sus incisivas preguntas y su respeto ante cada figura, en este caso del mundo literario, me generaron la inquietud de compartir esas maravillosas entrevistas. Son demasiado largas, ricas y extensas como para transcribirlas; sólo dejo aquí extractos de ellas.  Me quedo con lo que más me interesó, y porque como sabemos, podemos no estar de acuerdo pero de los grandes siempre se aprende.

 

Como decía, unos mates con Cortázar…

 Alfredo Barnechea (AB): Ha nacido en Bélgica, casi accidentalmente, el 14. En el año 23, en Banfield, prendido de las solapas de su tío, ha escuchado fascinado la pelea entre Dempsey y Firpo, el toro salvaje. Ha estado en Buenos Aires, ha sido maestro de escuela de provincias, en el 32 pretendió irse a Europa, de pavo en un barco, pero no lo logró; se quedó 20 años más en Argentina y cuando se fue de verdad, en el 51, ya era demasiado tarde para librarse de Buenos Aires, de Gardel, de la nostalgia de los días primeros. En 1963 publicó Rayuela, una cima de la novela latinoamericana. Después de tantos años, ¿cómo percibe Cortázar su país?

Julio Cortázar (JC): Lo percibo como uno de los países latinoamericanos. La respuesta puede parecer obvia, pero mirándola bien no lo es. He estado alejado físicamente, sí, pero no en lo que de veras cuenta; pienso que diez libros son una prueba que acaso no podrían aportar mucho de los que andan reprochando a diestra y siniestra el famoso exilio. Buenos Aires me asfixió y fue París precisamente lo que me permitió que yo redescubriera una visión distinta de mi país y de Latinoamérica. París ―Europa mejor― me abrió un horizonte total, planetario, que yo no tenía desde Buenos Aires. No estoy dando una receta, hablo sólo por mí, pero sé que sin París no hubiera escrito lo que he escrito. Si me hubiera quedado allá, en el pago, mi madurez de escritor se hubiera manifestado de otro modo, seguramente más satisfactoria para los historiadores de la literatura, pero menos provocadora, agresiva para quienes leen mis libros por razones vitales. Y claro,  yo estoy con ellos. No sólo no me quedé, sino que no he vuelto, y sigo creyendo que París es el sitio perfecto para alguien como yo, para mis gustos, para lo que escriba todavía.

AB: Veinte años en que Julio Cortázar ha vivido en Francia, escribiendo en una lengua y hablando otra. ¿Cómo ha salvado ese problema?

JC: Bueno, tuve suerte, pues luego de ganarme la vida pintorescamente en París, aprobé un examen en la Unesco como traductor free-lance. La traducción exige no perder de vista la lengua madre, y si a eso se suma mi propia tarea de escritor (y de lector omnívoro), los años pasaron sin que mi lengua sufriera. A veces me autopesco con un galicismo, pero eso ocurre tanto en la Argentina como en Francia y, bueno, después de todo, eso nunca ha sido tan terrible.

AB: Minucioso, insólito, lúdico, bromista, con una cultura multilateral, casi ecléctica, laberíntico. Muchos creen que éste es el verdadero Julio Cortázar. ¿Está de acuerdo con esa imagen?

JC: Oye, sí, te acepto los epítetos, y agrego otros que no son contradictorios sino complementarios: soy profundamente serio, exigente hasta la náusea conmigo mismo, inconsciente (los temas me vienen de regiones incontroladas por mi inteligencia, apenas mediocre), paradójico (para luchar contra los monobloques ideológicos y culturales), enamorado del rumor del mundo, ciego a los elogios, perdido en una vigilante abstracción de cronopio incurable.

AB: Hemos oído decir que escribió Rayuela de un tirón…

JC: Más que de corrido, Rayuela fue escrita a saltos, pues empezó en lo que luego fue la segunda parte, y ésta quedó en suspenso hasta que terminé la primera; paralelamente se fueron agregando los capítulos «teóricos», los recortes de prensa y las citas de sabios y de locos.

AB: ¿Le sucedió lo mismo con sus otros escritos? ¿La preparación es muy larga? ¿Cómo surge en usted la necesidad de escribir?

JC: Me cuesta mucho empezar a escribir. Mucho, porque la preparación de un cuento o de una novela corre subterránea dentro y a su manera; pero cuando arranco de veras me parezco a Fangio, viejo, y no paro hasta que el texto mismo me para la bandera.

AB: Usted tenía treinta y cinco años cuando publicó Los Reyes. Era una llegada algo tardía, pues sólo un poemario (publicado con seudónimo) lo secundaba. ¿Pero desde cuándo escribe?

JC: Escribo desde los quince años, pero sólo a los treinta me animé a publicar un libro de poemas, firmado con seudónimo. He escrito siempre poemas. Adolescente, creí, como tantos, que mi sensación de extrañamiento anunciaba al poeta, y escribí los poemas que se escribían entonces y que siempre son más fáciles de escribir que la prosa, a esa altura de la vida. Pero no había para más. Me sorprendí por eso cuando, un día en La Habana, Gianni Toti me dijo que de todo lo que había escrito, lo que más le gustaba eran mis poemas. Cuando escribí Los Reyes ya era dueño de una técnica, que era hija del rigor. Siguieron los cuentos de Bestiario, sobre los que ya no tuve ninguna duda. Pero el noviciado había sido largo y duro. Había que tenerse mucha fe, y a la vez había que apoyarse en una permanente desconfianza en sí mismo. En el terreno práctico, esto debía traducirse en no publicar prematuramente, pecado cotidiano en nuestros países.

AB: ¿Eso sería lo que le diría a un escritor joven que le pide consejos?

JC: Sí, si el consejo es de ese tipo. Si, más bien, quiere saber cómo se escribe, haría lo del maestro zen: le rompería una silla en la cabeza. Pero la otra recomendación, sí. Fue lo que me pasó a mí. Tiré miles de páginas antes de publicar por primera vez, porque si bien respondían a mis impulsos más hondos, algo en mí era capaz de juzgarlas y saber que no merecían la imprenta. Jamás me alegraré lo bastante de haber sido tan duro para conmigo mismo.

AB: Para muchos escribir es un acto de exorcismo En su caso, ¿algún cuento o novela ha cumplido esa función?

JC: Una buena parte de mis cuentos han nacido de estados neuróticos, obsesiones, fobias, pesadillas. Nunca se me ocurrió ir al psicoanalista; mis tormentas personales las fui resolviendo a mi manera, es decir, con mi máquina de escribir y ese sentido del humor que me reprochan las personas serias. Entonces, más que un cuento o una novela, es el escribir mismo mi acto de exorcismo.

Y claro, debía acá preguntarle lo de siempre, que por qué, para qué escribe, pero ya ha dicho en otra parte que:

JC: Siempre seré un niño para tantas cosas, pero uno de esos que llevan consigo al adulto, de manera que cuando el monstruito llega verdaderamente a adulto ocurre que a su vez éste lleva consigo al niño, y nel mezzo del camino se da una coexistencia pocas veces pacífica de por lo menos dos aperturas del mundo. Mucho de lo que he escrito se ordena bajo el signo de la excentricidad, puesto que entre vivir y escribir nunca admití una diferencia; si viviendo alcanzo a disimular una participación parcial en mi circunstancia, en cambio no puedo negarla en lo que escribo puesto que precisamente escribo para no estar o por estar a medias. Escribo por falencia, por descolocación; y como escribo desde un intersticio, estoy siempre invitando a que otros busquen los suyos y miren por ellos el jardín donde los árboles tienen frutos que son, por supuesto, piedras preciosas. El monstruito sigue firme… Y me gusta, y soy terriblemente feliz en mi infierno, y escribo. Vivo y escribo amenazado por esa lateralidad, por este paraje verdadero, por ese estar siempre un poco más a la izquierda o más al fondo del lugar donde se debería estar para que todo cuajara satisfactoriamente un día más de vida sin conflictos. Desde muy pequeño asumí con los dientes apretados esa condición que me separaba de mis amigos, y que a la vez los atraía hacia el raro, el diferente, el que metía el dedo en el ventilador. No estaba privado de felicidad. La única condición era coincidir de a ratos (el camarada, el tío excéntrico, la vieja loca) con otro que tampoco calzara de lleno en su matrícula, y desde luego no era fácil; pero pronto descubrí los gatos en los que podía imaginar mi propia condición, y los libros, donde la encontraba de lleno. Pienso en Jarry en un lento comercio a base de humor, de ironía, que termina por inclinar la balanza del lado de las excepciones, por anular la diferencia escandalosa entre lo sólito y lo insólito, y permite el paso cotidiano a un plano que a falta de mejores nombres seguiremos llamando realidad pero sin que sea ya un flatus vocis o un peor es nada.

AB: Una vez abandonada la máquina de escribir, ¿necesita librarse de la materia que desarrolla, o más bien continúa dándole vueltas en la cabeza?

JC: Bueno, yo paso días y aún semanas sin escribir, cuando estoy trabajando en un libro. Ahora no me doy vacaciones. Vivo como habitado por lo imaginario, que se superpone a lo que me rodea, lo modifica y lo desplaza. Es un sentimiento a la vez maravilloso e inquietante, un período en el que se acumulan las coincidencias, y los encuentros, como si el libro y la realidad exterior se invadieran mutuamente hasta el día ―siempre triste para mí― del punto final.

AB: Para terminar, discúlpeme una pregunta algo solemne: ¿cuáles han sido los grandes momentos del siglo XX que a vivido?

JC: Si no supiera a qué apunta su pregunta, temería que esa solemnidad se viera menoscabada con mi respuesta. Los grandes momentos del siglo XX son de dominio público: la revolución rusa, la derrota del nazismo, la victoria de Vietnam o la revolución cubana. Ahora, los que me han marcado a mí, los que cuentan para mí: la primera radio a galena en mi infancia, el vuelo de Lindbergh, la pelea Firpo-Dempsey, la lectura de La condición humana, la foto de Mussolini colgado por los pies y, ya que estamos en lo luctuoso, la tardía pero reconfortante muerte de Harry Truman y de Lyndon Johnson.

Theodor W. Adorno (no el de Frankfurt, sino su homónimo) está aquí, junto a la máquina de escribir, la mirada alarmantemente felina y agresiva, y bueno, hay que despedirse de estas páginas huyendo, como Macedonio, del final de los escritos. Además se oyen voces, escuchemos:

Pero ya ―dice Polanco.

―Acabala ché ―termina Calac.

Lima, 1972


Nota : Los mates me encantaron (no muy fuertes, la yerba suave y el agua a punto). Es serio, cierto, pero me sentí más distendida que con Don Borges. Será que a la mayoría de sus respuestas para Alfredo yo asentí sonriendo. Antes lo miraba desde afuera. Hoy comprendo.

Gracias a Carlos José Ferrari y a Beatriz Josefina de Ilzarbe, quienes a través de su hija (María Julieta Ferrari) y del tiempo me entregaron este añejo tesoro en mis manos.

-Poli Impelli-

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Jagxs dice:

    Gran autor. Gracias por compartir.

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    1. Poli Impelli dice:

      Gracias por pasar por aquí y comentar.
      Fuerte abrazo

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