Góndolas de incertidumbre

          Esperé el tiempo suficiente, ya mi paciencia se agotaba. Suelo ser muy paciente y empática pero conozco mis límites.

          Decidí salir al supermercado en el medio de esta pandemia mundial, con mascarilla en boca y el permiso enviado al gobierno de Grecia a través del teléfono móvil para registrar mis pasos: permiso número 1, banco; permiso número 2, farmacia. A mí me tocaba el permiso número 3: mercados, supermercados o/y pequeños negocios (los únicos abiertos) para conseguir alimentos necesarios en esos días.

          Elegí el de siempre, el más cercano y económico, pero olvidé lo que supone ir en condiciones extremas, atípicas, y nuevas para todos los ciudadanos, especialmente para los locales y gente adulta.

          Después de esperar más de treinta minutos afuera para poder entrar, uno a uno, recibiendo un cartelito en un plástico que no pude descifrar,  pasó mi maravilloso momento de góndolas para luego llegar a la caja y devolver el plástico que todavía no puedo comprender.  Si dice: Usted no saldrá vivo de este recinto, yo igual lo devuelvo con una sonrisa tamaño ACME. El sentido común me dice que si los griegos lo devuelven con una sonrisa, yo también. 

          Esperé otros veinte minutos para mi turno, ahogada en mi propio aliento por el tapabocas y el calor de primavera que ya asomaba con brutalidad. No podía sostener la canasta y a la vez bajarme el «taparrabo bucal», cosa que hubiera sido motivo de alarma general. Bien, respiré mi propio aire para acumular paciencia, aceptando que ya estaba allí y que si no salía con mi compra, no tendría qué comer en los próximos días venideros.

          Nos dejaban pasar de a uno, pero cuando la cajera me dio permiso para acercarme a depositar mis víveres sobre el mostrador, la señora anterior todavía guardaba su compra en sus bolsas muy lentamente, como tal vez haría en su casa, charlando mascarilla a mascarilla con otro ser humano cercano. La amable cajera intentó ayudar a guardar sus cosas, la fila detrás de mí era larga y densa. La señora le agradeció pero se negó porque la cajera no tenía guantes, cosa extraña ya que en esos días era algo usual. Ella sonrió y se puso sus guantes de latex azul, pero la señora insistió en que no haría falta.

          Sonreí respirando profundo, y ahogándome de calor comencé a sentir un leve mareo en mi nuca. Mis cosas no entraban, necesitaba espacio para poder seguir llenando el mesón con mi compra. La cajera comenzó a pasarme dos o tres cosas, pero buscó mi mirada cómplice: no había espacio. Le sonreí y con la mano le dije que no había problema, que esperaríamos.

          Un señor detrás de mí, a 2 m de distancia, pegó un grito. En griego, yo no entendí pero otra cajera le respondió también con su voz elevada. La cajera que esperaba frente a mí levantó su mano y comenzó un ping pong que nunca pude comprender, pero por sentido común algo siempre entendemos aunque no sepamos el idioma. Miré a la señora que seguía lentamente ubicando sus cositas en sus tres bolsas de plástico con el logo del supermercado de la competencia. Me causó aún más gracia, ella estaba en su mundo. No miró más que cuando sintió un grito, aunque siguió con su tarea. Se le cayeron algunas cosas al suelo, levantó una a una con una lentitud que ya comenzó a exasperar a más de uno a su alrededor, pero las distancias exigidas no nos permitían ayudarla. Esto era lo anecdótico: no podíamos acercarnos unos a otros, por lo tanto muchas situaciones casuales y naturales hasta ese entonces se habían convertido en bizarras, distintas y hasta ridículas.

          No aguanté más, bajé mi mascarilla.

          La cajera me miró. En inglés le dije: «me ahogo». Ella apretó los labios aguantando risas, pero sabía que no podían permitirlo. Me hizo una seña, volví a hablar: «me voy, ¿cómo te ayudo? ¿dónde dejo mis cosas ahora?». Oh, no, por favor, dijo detrás de su tapaboca, y  acercó sus manos a la señora. Con apuro comenzó  a guardarle cosas en otra bolsa que no le cobraría y que pertenecía a esa cadena de supermercados. Esta vez, la señora frunció su ceño y la miró con desconfianza. Dijo algo en griego y se acercó el señor de seguridad y a otra cajera que ordenaba canastos en la entrada. Supongo que ellos le pedían apuro, que se hiciera a un lado o que permitiera la ayuda que le brindaban. La señora, que tenía unos pocos años más que yo, levantó su voz y yo subí mi mascarilla nuevamente. Ya estábamos todos cerca, ya estábamos rompiendo reglas establecidas, ya estábamos emocionalmente agotados.

          Los gritos en un idioma que no conozco, la señora que se exasperó de golpe, yo con media canasta sobre el mostrador y otra parte en mi brazo derecho aguantando el peso, la fila detrás de mí con los metros de distancia establecidos, el calor y mi ahogo. Me quería ir, no pensaba en otra cosa aunque pasara hambre en casa los días siguientes. Suelo tener mucha paciencia, pero esta escena no duró ni 2 minutos, ni 5, ni 10. Ya llevábamos rato y estaba claro que la mujer no quería irse, no permitía ayuda y estaba decidida a demorarse lo que le fuera necesario. En el medio del caos, intentaba saber por qué, qué pasaría por su cabeza para ser tan poco empática, mucho más en momentos como estos.

           «Me voy», dije finalmente a la cajera, y comencé a colocar lo que estaba desparramado en mi canasta nuevamente. La cajera resopló detrás de su máscara, solo pude verle los ojos de decepción. Le aclaré: not your fault en alto, pero claro que la señora en cuestión jamás comprendió mi inglés. El señor detrás de mí ya se salió de su fila y por lo que puede observar, comenzó también a devolver su compra. La fila detrás de él comenzaba a romperse preguntándose unos a otros qué estaría pasando. Otra de las cajeras también tenía un problema con su máquina registradora y un cliente llevaba todo ese rato esperando que esta lo solucionara.

           Subí al primer piso a devolver las cosas una por una, mirando de reojo mi reloj, observando el tiempo que había pasado en el supermercado para no llevarme nada. El fastidio que sentí no fue por la señora, ni por la situación en sí, sino por mi falta de adaptabilidad a circunstancias que no dependían ni de mí ni de los demás. Está bien que empatía es lo que más le falta a este mundo, pero no creí ni por un momento que la señora lo estuviera haciendo a propósito. Estaba tan perdida como nosotros, estaba en ese mundo suyo en el que toda su vida había estado, ¿por qué debía cambiarlo ahora? Ella tampoco lo entendía.

          No todos pudimos ser tan conscientes de la necesidad de colaboración y paciencia que se ha necesitado para cosas tan simples como comprar comida y subsistir intentando no salir seguido en esos días. La idea de hacer una compra lo más holgada posible tenía un motivo: no salir de casa salvo la cantidad de veces necesarias. Pensé que debería volver luego y eso me hizo sentir más frustración todavía. Coloqué las últimas cosas en las góndolas sintiendo asfixia, sin mis alimentos pero sin culpar a nadie. Tal vez algún chino se me cruzó por la mente, pero luego sonreí de costado pensando que esas ideas eran de otros, las había escuchando en otros; jamás tragué por el esófago la historia que me quisieron hacer creer.

          Cuando bajé e intenté salir, saludé a la cajera con amabilidad y le dije que volvería. La mujer me pidió disculpas en griego y en su rudimentario inglés, y detrás de mí, esperando a distancia, estaba el señor que había dejado sus cosas también.

         ¿La señora en cuestión? Ya no estaba allí, otros habían ocupado su lugar. Doblé en la esquina y la reconocí. La mujer había parado a desenvolver un paquete de galletas Oreo y se llevaba una a la boca levantando su mascarilla con la mano izquierda. Pasé por su lado y la miré. Ella me miró y pude ver su sonrisa. Yo iba con mis manos vacías, ella tenía tres bolsas grandes en sus pies. Seguí caminando y llegué a casa  exhausta, acalorada, ahogada y llena de preguntas para responder con el tiempo. ¿Esto siempre iba a ser así? ¿Hasta cuándo?

          Todavía recuerdo que lo que más me angustió es lo que más me enseña. ¿Cuándo, acaso, supe que algo terminaría en una fecha exacta y cómo sería el futuro? ¿Cuándo la vida no me ha sido incierta? ¿Por qué tendría que ser diferente esta vez?

          Dos días después pude hacer mi compra con normalidad, en el mismo supermercado y pagándole a la misma cajera que me había atendido anteriormente. La señora en cuestión no existió, pero si hubiera estado allí, tal vez la escena se hubiera repetido.

          Dependemos del medioambiente, de lo que la vida nos pone adelante. Yo no pasé días sin comer, pero me faltaron cosas que antes tenía en casa con normalidad. En esos días recordé a la señora, a su madre, a sus antepasados y a toda la gente que sin querer y sin estar acostumbrados a los cambios interrumpen, se interponen o intentan a la fuerza que las cosas sean como eran.  Han dejado de ser, y en vez de cambiar y colaborar con el desorden de la vida, empujan para que todo siga siendo como era.  Desde ese día, me planté yo a reflexionar qué podía cambiar dentro de un sistema que ya no iba ser igual, tal vez jamás. Y lo sigo haciendo. 

          Comprendí que lo que me puso de los nervios no fue la señora, no fue la máscara ni el ahogo: fue la falta de elasticidad, adaptabilidad y flexibilidad del ser humano a los cambios que encontramos en la vida. Y este fue uno más de los tantos que empezaremos a vivir de ahora en adelante. ¿Qué haremos con el tiempo de cambios que nos resta? ¿Seguiremos siendo los mismos? Mi sensibilidad mejorará en donde vea empatía, eso está garantizado. Pero a la empatía hay que agregarle la consciencia del sentido común. No todos estamos preparados para los cambios, no todos tenemos el cerebro ejercitado para su elasticidad natural. No todos hemos venido a recibir los cambios con aceptación, y la apertura mental no es un milagro; necesita entrenamiento, así como un cuerpo trabajado y musculoso necesitó horas de entrenamiento físico consciente. ¿Quienes estábamos preparados para que estas cosas tan simples pasen a ser un caos? ¿Quién puede con la incertidumbre de la vida?

          Mi entrenamiento forzoso comienza a la cuenta de 3, 2, 1 …

          Porque con o sin comida, sin empatía no sobreviviremos.

 


Nota:  escrito en Grecia, marzo 2020. Efectivamente, nunca sabemos lo que puede suceder y menos el cómo  

Dos semanas después, ya no hubo necesidad de usar mascarillas, no necesitamos más permisos para salir y lo que parecía un caos se volvió  «normalidad», la de siempre sin pandemias. Sin embargo, algo había cambiado para siempre.

Al día de la fecha, la señora debe de seguir haciendo su compra como siempre, y yo no volví a ahogarme detrás de una mascarilla.  En otros países (la mayoría), esta anécdota es estúpida por irrelevante, ya que lo impredescible sí se volvió caos. 

La elasticidad en el cerebro y en las emociones nos ayudarán a enfrentar con proactividad cualquier góndola en el futuro. No sabemos… Yo tampoco lo sé.

 

Septiembre, 2020.

Poli Impelli

12 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Dalo 2013 dice:

    One day things will return to normal, until then it seems every day out can be a strange adventure. Take care ~

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    1. Poli Impelli dice:

      Indeed! The weird thing about my experience was that in the country where I lived, things returned to normal two weeks later. Normal life, everything just fine. But the world was turning upside down. A strange adventure until something happens again and we start living again without fear. Thanks for your comment :-). Take care

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      1. Dalo 2013 dice:

        It is a time of unpredictability and extremes, and it is impossible to gauge where people stand ~ it seems everyone is on edge one way or another 🙂 Cheers, and have a good weekend!

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        1. Poli Impelli dice:

          I totally agree. Thanks for being here. Cheers back and have a nice week 🙂

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  2. Cala dice:

    Impecable relato Polita!
    Siempre enseñando y mostrando lo que muchos no vemos…

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    1. Poli Impelli dice:

      Gracias, mi cuore, por pasar y dejar tu comentario. A.I.

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  3. chus dice:

    Yo también me hubiera acordado de la señora, de su madre, de su padre y de todos sus antepasados hasta la 5ª generación por lo menos 😉
    Beso Poli 😘

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    1. Poli Impelli dice:

      Ajajaja, no me imagino otra cosa. Creo que todos tendemos a recordar a la gente querida de la persona que nos rompe los esquemas cuando menos lo esperamos :-P. Besos de vuelta, querido Chus. ¡Y gracias por pasar!

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      1. chus dice:

        Gracias a ti Poli, siempre es un placer visitarte 😘

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  4. elcieloyelinfierno dice:

    Brillante, realista y profecía auto cumplida! Tenlo por seguro, como bien lo narras en tu narrativa, nada sera como era entonces. Lo volvemos a ver, día a día frente a nuestras propias narices. Un cálido saludo.

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    1. Poli Impelli dice:

      Muchas gracias por dejar tu comentario :-). Así es… en nuestras narices. Cálido saludo de vuelta.

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