En la cornisa

4 de Enero, 20:30 h

Invierno en Manhattan.

—Si no te apuras, te arrepentirás. —La voz sonó hueca, no tan lejos pero escondida detrás de las columnas de la terraza—. Vinimos aquí para triunfar, no para fracasar.

Joaquín apretó sus puños, sintió el dolor de las uñas en sus palmas, cerró los ojos, sus lágrimas empapaban el aire frío de su rostro en la cornisa, mientras el tránsito y las luces, la vida constante de la ciudad, no miraban hacia arriba.

Un pie tambaleó al mismo tiempo que su rodilla se dobló para tomar envión. Sintió tanto miedo que deseó que su socio y amigo saliera de esa sombra y lo empujara. Había aparecido en el momento justo, tal vez harto de escuchar sus quejas constantes sobre las malas decisiones de su vida. Su soledad y permanentes desatinos desde que habían emprendido juntos aquel camino tan lejos de casa ya era un tormento difícil de aguantar.

Carlos tenía otras metas, materiales y superfluas, pero lo mantenían a flote. Era tan infeliz como él, pero tenía más valentía y así es como estaba quedándose con un cincuenta por ciento que no le correspondía. Para Joaquín, la traición no estaba en ese porcentaje sino en el otro cincuenta por ciento en negativo: pérdida de confianza, de amistad, de palabra y lealtad. Haber entrado en su casa y encontrar a Carlos con Megan dándose algo más que buenos augurios de Año Nuevo había disparado el último gatillo de claridad a su existencia. Ya no le importaba. Megan había sido su propia luz en Nueva York; ahora su amigo se la podía llevar donde quisiera y como eligiera, para él ya no existirían más.

Todo sería liviano. No más traiciones, luchas, coraza de grandeza cuando por debajo temblaba el inconformismo y la avaricia. Ya no más castigos, ni siquiera la vuelta a casa daría buenos frutos. Cruzar un océano para confirmar lo que escuchaba en las noticias no lo haría más feliz, incluso con Megan o Carlos cerca. Daba igual, vivir o morir eran lo mismo. ¿Y qué era morir? No lo había pensado, no lo tenía programado, solo tenía las ganas.

Lentamente, se tapó la boca con la gruesa bufanda enroscada en su cuello. Un mínimo movimiento era suficiente para caer al vacío. Llevaba minutos estudiando la altura, ¿adónde caería? ¿Cómo? ¿Sería noticia? No pensó en su gente ni en Megan ni en Carlos, pero esa voz salida de la nada le dio escalofríos. Esto no estaba en sus planes. Lo había seguido, no había otra forma. Que me empuje, que me empuje o me pida perdón…

—¿Y vas a ser tan gallina que lo alargarás? Venga ya, que no tengo toda la noche para verte caer, y aquí sí que se siente más frío. ¡Mierda!

Joaquín miró de costado y vio su sombra. Carlos balanceaba su pie derecho sobre su pierna izquierda. En los labios un cigarro sin encender, sus manos sosteniendo su cuerpo en una barandilla metálica. Joaquín volvió la mirada a su destino. Era ahora o nunca, porque si volvía atrás, su vida podía ser peor.

Su cuerpo comenzó a tambalearse por el viento en altura, la adrenalina mordió sus piernas, no podía ni agacharse para cambiar de decisión. Sintió los pasos de Carlos acercarse pero no quiso mirarlo otra vez. El aire jugaba en contra y Carlos levantó su voz:

—Ahora, ¡salta de una puta vez! —El sonido ensordecedor sobre sus cabezas hizo que Carlos alzara su voz—. ¡Salta ahora!

Un helicóptero con luces intermitentes sobrevolaba el área, Joaquín cerró los ojos y se tapó los oídos, su equilibrio se desvanecía y se dio por vencido. Estiró sus manos en cruz y volvió a abrir los ojos. Frente a él, una escalera con cuerdas se balanceaba como una telaraña, frágil como su convicción de querer seguir con vida. El vacío debajo era atractivo y llevó su mirada hacia el tumulto pequeño de hormigas y juguetes en las calles.

Cuando estuvo listo, una ráfaga lo empujó a ese vacío. Su cuerpo rebotó contra el bloque de cemento que sobresalía de la terraza, su cabeza en el aire y sus manos girando en la nada. Un grito ahogado salió de su garganta. Sintió el dolor en su pie derecho, un apretón inentendible no lo dejaba caer. Intentó soltarse con un giro en el aire sin saber lo que hacía y allí lo vio: Carlos sostenía su tobillo con fuerza inhumana, tirando hacia arriba y gritando palabras que Joaquín no podía oír. Las luces del helicóptero crepitaban sobre ellos, y Joaquín volvió a rendirse, no tenía de dónde sostenerse. Tampoco quería.

Con su cuerpo muerto en el aire y su cabeza colgando boca abajo, le dejó a Carlos la tarea de salvarlo de sus propias palabras; ya se daba por muerto igualmente. Las formas allí abajo, a lo lejos, le parecieron perfectas… Ya no sentía miedo. De repente, otro tirón en el otro tobillo le irguió el cuerpo, alguien más lo sostenía.

Nunca supo si fueron minutos, horas o siglos, pero cuando se encontró a sí mismo jadeando en el suelo rojo de la terraza había dos hombres más, aparte de Carlos. El sonido y las luces del helicóptero se habían desvanecido, y la noche se había vuelto más oscura. Joaquín quedó boca arriba para recuperar aliento y dignidad, las estrellas se veían lejanas, distantes. Carlos lo tomó de los hombros y lo levantó lentamente, otro hombre con un chaleco fluorescente le alcanzó una botella de agua. Silencio.

Al rato, Joaquín sintió que Carlos le hablaba.

—¿Puedes levantarte?

—Toma toda el agua —dijo uno de los hombres.

Joaquín tomó más agua y luego miró a Carlos. Sus ojos estaban nublados, lágrimas que hacían fuerza por no salir.

—¿Por qué? —dijo Joaquín.

—De la traición o el desamor se sale. De la muerte, no.

—Y tenías todo preparado…

—No. Jamás creí que lo fueras a hacer, pero imaginé tus intenciones, por eso estoy aquí. Tú no puedes morir, no hoy.

—¿No hoy? —Joaquín intentó arrodillarse, aún le dolía el cuerpo. Y algo el alma.

—Megan me dijo que te ama, siempre te elegirá a ti. Soy yo quien debería tirarse a la calle —dijo, y señaló la cornisa—, pero no lo haré, no tengo tus agallas. No tengo nada…

Joaquín bajo la cabeza y pensó en Megan, en él cayendo al vacío, en Carlos y su nada. Volvió a levantar su mirada y sonrió.

—Gracias —dijo, y se incorporó lentamente. Se tambaleó un momento, los miró de reojo y se dirigió en dirección a las escaleras por donde había subido desde el último piso de oficinas comerciales. Volvió la mirada hacia ellos antes de abrir la puerta de acceso, los dos hombres miraban al cielo, acostumbrados a salvar vidas o a perderlas, despreocupados. Carlos seguía arrodillado, su cara entre las palmas de sus manos, sosteniendo un llanto desgarrador, tan patético y profundo como si hubiera perdido la fuerza por sostenerlo a él por las piernas y ya hubiera muerto contra el cemento de la 5ta Avenida.

Joaquín frunció el seño, se tocó la frente y negó con su cabeza. Abrió la puerta. Bajó tanteando los escalones, apoyándose en las paredes, pensando en su no destino, en que estaba vivo todavía y que el muerto en vida era su amigo.

«La vida y la muerte son tramposas», dijo en voz alta, y su sombra se perdió en un lujoso ascensor que lo llevaría al vacío, a la gente real y a las calles monótonas de cemento y vitrinas.  

-Poli Impelli-

 

2 Comentarios Agrega el tuyo

  1. elcieloyelinfierno dice:

    Brillante entrada! Quien es la victima y el victimario? Los tres; Joaquín, Carlos y Megan. La libertad; que da un momento de arrebatada pasión, lleva a much@s a desear sentir «la traición», a lo que el inconsciente los arroja. La vida; para ningun@ sera la misma y esa experiencia, marcara sus destinos. Un cálido saludo.

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    1. Poli Impelli dice:

      Muchas gracias por pasar y dejar tu comentario. Sin dudas, muchas veces víctimas y victimarios terminan conviviendo en el mismo ser. ;-). ¡Gracias! Cálido saludo de vuelta.

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