El Poder del Silencio

    Entró en el local cuando ya no veía un alma. La luna en cuarto creciente rociaba su luz en la angosta avenida y solo unos pocos transeúntes pisaban el asfalto frío y desolado. Entró buscando un refugio para su soledad. Abrió la puerta de madera vieja, gastada pero imponente. Sabía que en este antro encontraría hombres y mujeres solos, que tragan la desdicha en sorbos, o que buscan compañía en noches de histeria.

   Esa noche salió de la pensión sin decidir adónde iría y así llego a “La Escondida”, sin mapas. Adentro, solo un camarero terminaba de limpiar copas y pasar un trapo a la barra ocre donde noche tras noche descansaba la multitud. Las mesas, vacías a esa hora de la madrugada, brillaban listas para el día siguiente. Miró hacia atrás, buscando un anuncio en la puerta que ya había traspasado, y divisó el nombre “La Escondida” escrito con negro en uno de los vidrios pequeños que cortaban la madera de la puerta de entrada.

―Buenas… ¿llego tarde o aún se puede pedir un trago?

―Llega tarde, ya ve. ―El camarero estaba de espalda ensimismado en su tarea, y le respondió con un dejo de soberbia en sus labios.

-Ok, disculpe, no sabía el horario de cierre.

―¿Qué le sirvo? ―Lo miró de reojo mientras colocaba unas copas en un estante de vidrio, suavizando su tono.

    Antes de responder al camarero, sintió una presencia de lejos, y miró a su derecha. Nadie. Miró a su izquierda: una joven de cabello castaño leía un libro casi en penumbras, en un rincón junto a la última pared visible perpendicular al frente del local. Una vela tenue la acompañaba en la mesa, y un vaso oscuro hacía de tambor a su mano derecha, que no dejaba de tararear sobre el vidrio.

    El camarero, sin esperar respuesta se acercó a él con seguridad y le dijo:

―Ni lo intente. Está siempre sola, y nadie se le acerca.

―¿Quién es?

―No lo sé, pero viene todas las noches, y pide siempre el mismo trago. Solo lee. Pero ya nadie le habla. ¿Qué va a tomar? No me falta mucho para ir a dormir, ¿sabe?

―Lo mismo que toma ella.

    El camarero lanzó una carcajada agachándose a buscar una botella pequeña que no tenía etiqueta.

―Como usted diga, caballero. Y no me ensucie las mesas.

    Agarró el vaso que le sirvió el camarero y acercó su nariz respingada. Olía amargo, con un dejo  a hierbas.

    Lentamente, caminó junto a la barra y se acercó a la única mesa ocupada. Carraspeó, sin saber bien cómo apuntarse a la escena de la mujer y su libro. La joven no se movió de su pose. De sus uñas sonaban notas musicales en el vaso y sus ojos no escapaban de su libro elegido.

   Él se agachó con suavidad y apareció de frente, posando una mano en la silla, casi pidiéndole permiso para sentarse. Ahora veía su belleza, que de lejos solo había imaginado en la penumbra. Ella levantó la vista, lo miró con desgano y siguió leyendo. Su mano izquierda dejó de retumbar en su vaso, y ella la recogió para tomar el libro con firmeza.

―Perdona, ¿puedo sentarme?

   Ella no lo miró, y no abrió sus labios.  Él lentamente movió la silla y tomó asiento. Acomodó su vaso en la mesa, preguntándose qué trago era aquel que tomaban ambos.

    El camarero reía con sorna de lejos, mirándolos de reojo, moviendo la cabeza de lado a lado mientras pasaba el trapo por los rincones ya desgastados de la rutina.

―¿No piensas hablarme? ―volvió a preguntar él.

    Ella no levantaba la vista. Sus ojos no pestañaban, solo seguían cada renglón del libro y su mano derecha solo se movía persiguiendo las letras para pasar página.

―¿Sabes qué? ―comenzó susurrando―. Estamos solos en este bar, sólo vine a despejarme un rato. Me siento aquí para hablar contigo, para compartir un trago, y tú ni caso. ¿Tan interesante está ese libro?

    Bajó un poco su cabeza frente a ella para poder ver la tapa y contratapa del libro, para saber quién la tenía tan obsesionada sin permitirle una conversación normal. ¿Por qué nadie le hablaba y siempre leía sola, según le había contado el camarero?

El Poder del Silencio. Cuando las palabras sobran” –  Natalie Holdmant.

    Levantó su cabeza y miró al techo.

―Ahhh, ya entiendo. Te entrenas para no hablar, ¿verdad? Qué aburrido debe ser… Creí que venía a un bar a encontrar gente. Pero veo que algunos están peor que yo. ―La miraba riendo, y creyó que con un poco de sarcasmo le llamaría su atención―. Ya me había dicho aquel hombre, el camarero: nadie se te acerca. Siendo tan hermosa y joven, ¿no sientes pena de ti misma? ¿Y qué es lo que estamos tomando? Sabe a mierda, ¿sabes? Creí que tú me dirías el nombre de este trago, y si lo pedí fue para acompañarte… Oye, ¿podrías mirarme al menos?

    Ella dio vuelta otra página y sonrió a la lectura. Él abría los ojos como platos, subiendo la temperatura en su monólogo, buscando alterar la presencia de la mujer. El bar seguía desolado, y el camarero ya se había puesto su chaqueta.

―Eres una maleducada, muy bella para nada ―resopló levantándose bruscamente de la mesa. El balanceo tiró su vaso. El líquido, espeso, cayó contra la pared y se desparramó por la mesa hacia el suelo. Ella ahogó un grito que él no supo interpretar, un gemido desde el estómago, y algo asustada, lo miró con los ojos bien abiertos, arrinconándose con su libro en el pecho.

―¿Y ahora encima te asustas? Vete a la mierda.

   Ella le leyó los labios. De su libro sacó un papel escrito en letras rojas, como estaba acostumbrada hacer todas las noches.

No te puedo escuchar. Si no te hablo es porque tú no entenderás mi idioma. Leer es lo que me lleva a otro mundo, un mundo que también habla mi idioma. No te asustes. Soy igual a todas, pero mi mesa no está en venta. No estoy para ti si te acercas como el resto. Y escucharme a mí es buscar mis ojos sin hablarme, porque no puedo comunicarme de otra forma. No te escucho, te siento. El trago que tomas, si has hecho lo mismo que todos, no tiene nombre. Es una mezcla de hierbas a pedido. Ah… Vete a la mierda, también.

    Mientras él leía consternado, ella cerró su libro, tomó su chaqueta y su bolso y cuando él levantó la mirada buscando alguna palabra coherente, ella pasó por delante y a toda prisa salió del local pegando un portazo.

―Amigo, ¿qué le dije? Esa mujer está loca, como tantas otras que vienen a mostrarse para nada. Es usted terco y obstinado. Vaya a otro bar, que la noche recién empieza. Yo estoy cansado, ya es mi hora.

    Observó al camarero, que mientras le hablaba apagaba las luces y se dirigía hacia la puerta.

―¿Y qué? ¿Se va a quedar usted a dormir en mi bar? Apure conmigo.

    Sin respuesta, siguió al camarero (¿o era el dueño del bar?) en cámara lenta. Salió a la noche helada. Sintió las llaves en la cerradura de la puerta y los pasos del camarero alejándose por la calle lateral y pequeña que giraba en la ochava. Miró a sus costados, a ambos lados de la calle, buscándola. La luna todavía alumbraba los adoquines y los comercios cerrados. Todo era silencio. El mismo silencio que gritaba en aquel libro enmudecido.

-Poli Impelli-

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Buen cuento. Esmerado en detalles y de agradable lectura. Deja un regusto un tanto enigmático, misterioso.

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    1. Poli Impelli dice:

      Hola Franklin,
      Gracias por pasar y dejar tu comentario. Me alegro que lo hayas disfrutado. Efectivamente, el personaje tuvo que quedar «en silencio» 😉
      Abrazo,
      Poli.

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  2. Rosa López dice:

    Amiga, el silencio dice tanto…, que no se puede expresar con palabras…. Un abrazo

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    1. Poli Impelli dice:

      Así es Rosa 🙂 Gracias por tu comentario. Un abrazo

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